Un día un niño iba por la calle con su grupo de amigos. Estaba hablando con ellos de un videojuego que había jugado el día anterior en una fiesta de cumpleaños, gritando y saltando de emoción mientras explicaba la experiencia. Era una conversación fuerte, energética, de esas que te sorprende escuchar cuando vas por la calle y te giras de golpe para ver qué es lo que pasa.
De golpe apareció un anciano y se metió en la conversación:
- ¿Oye, podéis dejar de gritar niños? Relajaos un rato. – dijo el hombre con un tono de voz agresivo y peculiar.
- Cállate tú, viejo tonto.- le contestó uno de los chavales molesto, haciendo reír a todos sus amigos.
De golpe, el anciano se paró y se acercó al grupo de chicos más calmado, creyendo tomar el rumbo de la conversación y preguntándoles con un tono seco y chocante:
- ¿Es que no sabéis qué es el respeto?
A lo que saltó el niño que había estado hablando del videojuego con una mirada fría y distante:
- No, no sé que es eso ni me importa.
Cuando el señor escuchó cómo esas palabras salían de la boca de aquel niño inocente, les dijo adiós y retomó su camino. Había aprendido algo que no iba a olvidar tan fácilmente, algo valioso y digno de aprender.
Se había aferrado a la razón para sobrevivir, hasta tal punto que le molestaba el exterior, notaba todo el peso del sufrimiento dentro de sí mismo, la mente se había apoderado de él. Gracias al niño se dio cuenta que no hace falta comprender según qué conceptos para llegar a ser feliz, se había desvinculado totalmente de su niño interior y de su verdadera esencia.
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